miércoles, 9 de junio de 2010

EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

Tanto la atención científica como la comunicación social no pueden hacer otra cosa que concentrarse sobre campos limitados y, por ello, irremisiblemente, pierden de vista o dejan en segundo plano lo que queda ex- cluido de su foco de atención. En el caso de la comunicación social, esto genera la llamada indiferencia moral: todos saben la existencia de he- chos atroces, pero se omite cualquier acto al respecto, no existe desinfor- mación, sino negación del hecho.

Respecto de esta última se ha escrito lo siguiente:

Los hechos del 11 de setiembre de 2001 son quizá uno de los más fuertes ejemplos de indiferencia moral. Ese día el mundo occidental se afligió co- lectivamente por la pérdida de 3 045 personas en los ataques al World Trade Center de Nueva York y al Pentágono en Washington. No obstante, no hay duda de que pocas de esas lágrimas fueron vertidas por las vícti- mas de la “economía global”, que murieron ese mismo día: 24 000 perso- nas que murieron de hambre; 6 020 niños que murieron de diarrea o 2 700 niños que murieron de sarampión.1

No se trata, de manera alguna, de minimizar un crimen aberrante com- parándolo con otro, sino de destacar la banalización de la destrucción cotidiana de miles de vidas humanas ante el silencio indiferente del mundo, como si fuera el inevitable resultado de un curso natural o, más aún, como si no sucediera (negación).

Pero, como vimos, la indiferencia moral responde a un fenómeno que es común tanto al conocimiento público (medios masivos) como al científico. Por ende, también afecta a la ciencia y, por supuesto, ésta incluye a la criminología.

Hace años que Stanley Cohen llama la atención acerca de este lamentable fenómeno en el campo criminológico con respecto a los crímenes de Estado.2 Este autor profundizó muy inteligentemente la investigación de la indiferencia moral de la opinión pública,3 pero no se interna en las causas de la indiferencia moral de los científicos, es decir, de la criminología misma.

Si bien los hechos que caen bajo la indiferencia, por lo general tienen lugar fuera de los países centrales, el etnocentrismo es insuficiente para explicarla. En un mundo cuya comunicación crece en forma exponencial, nadie ha dejado de tener noticia de los genocidios del siglo XX,4 desde el, todavía, oficialmente negado de Armenia,5 hasta otros en curso.

Descartada la explicación monocausal por vía del etnocentrismo, por no resultar admisible en un momento globalizado en cuanto a la comunicación, no es difícil comprobar que así como existe un mundo de significados y valores en el que nos sentimos seguros y que se pone en duda con la noticia del crimen de Estado aberrante, también toda comunidad científica entra en pánico cuando se enfrenta a preguntas que hacen temblar sus límites epistemológicos, dando lugar a una sensación de disolución del saber que le incumbe, y del que se siente muy segura y protegida dentro de las murallas de su horizonte de proyección consagrado.

Es comprensible el vértigo del científico social ante un campo que, al menos en apariencia, se le vuelve inconmensurable. En definitiva, quizá

sea este el mayor obstáculo que halla el avance del conocimiento en cualquier campo del saber. Toda revolución científica significa una alteración del horizonte de comprensión y, por ende, un nuevo paradigma, en el que no están seguros los cultores que siempre se manejaron con el anterior paradigma.

Por cierto, el análisis del crimen de Estado evoca el reclamo de plan- teamientos macrosociológicos, donde el terreno científico se torna resba- ladizo. Intuitivamente parece reclamar la reinstalación del debate de la criminología crítica,6 según el paradigma que desplaza el centro de aten- ción de la disciplina desde el delincuente hacia el sistema penal.

No obstante, creemos que esta discusión, pese a ser de importancia capital, oscurece el verdadero problema del crimen de Estado, que es el gran desafío para la criminología del siglo XXI, la cual no puede eludir el tema, dada la formidable gravedad de los hechos y la victimización masiva.

Sea cual sea el paradigma científico en que cada quien se apoye, lo cierto es que sería despreciable un saber criminológico que ignore el crimen que más vidas humanas sacrifica, porque esa omisión importa indiferencia y aceptación. El científico no puede alejarse de la ética más elemental de los derechos humanos.

Pero existe otra razón que en este momento le urge una respuesta: menos aún puede eludir el tema en tiempos de terrorismo. Más allá de que no existe un concepto aceptado de terrorismo, y de que se abusa de la expresión, lo que objetivamente puede verificarse es que vivimos una época en que la vulgarización de las técnicas de destrucción facilita la comisión de crímenes masivos e indiscriminados contra la vida y la integridad de las personas, que provocan justificada alarma y consiguiente reclamo de prevención.

No obstante, desde las medidas racionales de prevención —que nadie discutiría seriamente— es fácil el desplazamiento hacia la quiebra de la regla del Estado de derecho y, a su vez, de ésta al crimen de Estado.

Dependiendo del contexto conflictivo y de otras circunstancias, estamos asistiendo a desplazamientos hacia el crimen de Estado que no necesariamente alcanzan esa meta, pero que van acercándose peligrosamente a ella.

Ningún crimen de Estado se comete sin ensayar un discurso justificante, y el riesgo en tiempos de terrorismo es que la prevención de crímenes de destrucción masiva e indiscriminada, si bien fuera de toda duda es imprescindible, pase rápidamente a ser la nueva justificación putativa del crimen de Estado. Con ello, los protagonistas de estos crímenes de destrucción masiva e indiscriminada habrían obtenido el resultado que se propusieron.

Para ocuparse del crimen de Estado, la criminología no requiere enre- darse desde el inicio en una cuestión epistemológica. Como en todo tema relativamente nuevo —no en la realidad pero sí en la investigación científica— se debe iniciar ingenuamente, y, para ello, nada mejor que co- menzar por los elementos que provienen de la criminología clásica de mediados del siglo XX. Por otra parte, parecen ser los que en principio ofrecen mayor utilidad y, paradójicamente, a partir de ellos se plantean los mayores problemas epistemológicos en la materia.

Cabe observar, como regla más general, que las cuestiones epistemológicas que se encuentren al final del camino son útiles para el avance del conocimiento, en tanto que las que se plantean al comienzo, y pretenden que su solución sea un requisito previo a toda investigación, suelen ser un obstáculo.

Para eludir los obstáculos y llegar a los problemas, es decir, para no poner los bueyes detrás del carro, proponemos comenzar por insistir en algo bastante obvio: el crimen de Estado siempre pretende estar justificado.

Ante esta verificación empírica y con el material teórico disponible, no puede menos que apelarse a quienes han llamado la atención acerca de las justificaciones de los infractores en el campo criminológico9 y, por ende, emprender una atenta relectura de la teoría de las técnicas de neutralización de Sykes y Matza en clave de crímenes de Estado. Por otra parte, esa relectura resulta aconsejable a partir de otro dato de fácil verificación: los actores de los crímenes de Estado no enfrentan los valores corrientes en sus sociedades, sino que pretenden reforzarlos.

Aunque corrieron mares de tinta en el último medio siglo de la criminología, es sorprendente que se haya soslayado la relectura en clave de crimen de Estado10 del breve y denso escrito de Sykes y Matza, enunciado originariamente en clave de delincuencia juvenil. En definitiva, no pasa de ser un punto de partida bastante clásico: se trata de analizar el comportamiento de los protagonistas de los delitos, de sus autores, instigadores, cómplices y encubridores y, por cierto, también de la opinión pública, y preguntarse cómo funciona, para este análisis, la teoría de las técnicas de neutralización y en qué consisten cuando están referidas a este género de crímenes.

La teoría de las técnicas de neutralización se enunció en el campo de la delincuencia juvenil como una reacción frente a la posición de Albert K. Cohen, quien pretendía ver en ella una simple inversión de los valores dominantes en las clases medias, con lo cual asignaba muy poca creatividad valorativa a los estratos sociales más desfavorecidos de la sociedad.

Esta teoría debe considerarse un ulterior desarrollo de la teoría de Sutherland, en el sentido de que la conducta criminal es resultado de un proceso de aprendizaje, y partía de la observación de que los infractores respondían a las demandas de la sociedad amplia y no pretendían introducir un nuevo sistema normativo ni eran parte de una subcultura con un sistema completo de valores. Reconocía, también, límites valorativos que se traducían en selectividad victimizante (no robar en el propio barrio, no hacerlo a la Iglesia de la misma religión, etcétera), y afirmaba que no es verdad que los infractores juveniles no experimentan sentimientos de culpa o de vergüenza en algún momento, y tampoco que consideraran inmorales a quienes se someten a las reglas y valores dominantes.

Señalaron que ignorar los vínculos de los infractores con el sistema de valores dominante importaba reducir al joven delincuente a un gangster duro en miniatura, es decir, acabar haciendo una caricatura y no una descripción.

Sykes y Matza afirmaron que el problema más fascinante es por qué los seres humanos violan las leyes en las que ellos mismos creen.

Explicaron este fenómeno mediante la constatación de que raras veces las normas sociales que sirven como guía a la acción asumen la forma de un imperativo categórico, no condicionado y válido para cualquier circunstancia: ni siquiera la prohibición de matar tiene este alcance, pues cede en la guerra.

Por ende, las normas que guían la conducta tienen una aplicación condicionada por razones de tiempo, lugar, personas y demás circunstancias sociales, con lo cual puede afirmarse que el sistema normativo de una sociedad se caracteriza por su flexibilidad, pues no se trata de un cuerpo de normas vinculantes en cualquier circunstancia.

Como corolario de todo lo anterior, sostuvieron “que muchas formas de delincuencia se basan esencialmente en una extensión no reconocida de las defensas para los crímenes, en la forma de justificaciones a la desviación percibidas como válidas por el delincuente, pero no por el sistema legal o la sociedad más amplia”.

Podría pensarse que a lo que ellos llamaron técnicas de neutralización no serían más que las viejas racionalizaciones trabajadas por los psicólogos como mecanismos de huída, pero las racionalizaciones se construyen después del hecho, en tanto que estos mecanismos de ampliación de la impunidad operan ex ante sobre la motivación, con la ventaja de no romper frontalmente con los valores dominantes, sino que los neutralizan sin mayores costos para la propia imagen del infractor. La circunstancia de que los mismos argumentos que se erigen en técnica de neutralización (motivacionales) puedan usarse en ocasiones como racionalizaciones a posteriori, no quita valor a la anterior distinción.

Si bien en el caso de los criminales de Estado, las técnicas de neutralización ofrecen particularidades, no es menos cierto que éstas no quiebran el esquema general trazado por los autores de medio siglo atrás.

Con mayor razón que en el caso de la delincuencia juvenil es verificable que el crimen de Estado es producto de un aprendizaje y de un entrenamiento, incluso profesional, y en ocasiones de larga práctica política, científica o técnica.

Así como el joven delincuente manifiesta su indignación porque su falta de habilidad lo llevó a ser aprehendido y juzgado, sintiéndose una víctima de su propia inhabilidad en comparación con otros que hacen cosas peores, el criminal de Estado se considera un mártir sacrificado por su ingenuidad y buena fe política o por el oportunismo o la falta de es crúpulos de quienes le quitaron del poder.

En alguna medida —muy limitada por cierto— sus agentes admiten excesos o consecuencias no deseadas, aunque las consideran inevitables. Presentar al criminal de Estado como un sujeto que niega todos los valores dominantes y no siente ninguna culpa ni vergüenza, lleva a la inverosímil y tranquilizadora imagen del psicópata. El crimen de Estado es un delito altamente organizado y jerarquizado, quizá la manifestación de criminalidad realmente organizada por excelencia. La pretensión de atribuirlo a una supuesta psicopatía es demasiado absurda, pues ni siquiera los más firmes defensores de este discutido concepto psiquiátrico admiten tan alta frecuencia social.

La idea ingenua y simplista del crimen de Estado como producto psi- copático no pasa de ser un vano intento de calmar la propia alarma ante la revelación de que alguien análogo a uno mismo puede cometer semejantes atrocidades. La tesis de que el criminal de Estado es diferente y enfermo es una reacción común frente a ésta y a otras formas de criminalidad grave y aberrante, explicable psicológicamente, pero inadmisible como válida en la ciencia social.

La particularidad de los criminales de Estado de todos los tiempos, respecto de su vinculación con los valores dominantes es que fueron siempre mucho más allá que los infractores juveniles de Sykes y Matza, pues sostuvieron que su misión, lejos de negar estos valores, era la de reforzarlos y reafirmarlos. Con demasiada frecuencia estos criminales pretenden estar predestinados a superar las crisis de valores que denuncian, a reafirmar los valores nacionales, a defender la moral pública y la familia, a sanear las costumbres, etcétera. El criminal de Estado casi siempre se presenta como un moralista y como un verdadero líder moral.

Los criminales de Estado ni siquiera suelen rechazar frontalmente los principios que imponen límites racionales al ejercicio del poder del Estado, sino que más bien lamentan que no puedan ser respetados en las circunstancias en que ellos operan desde el poder y en ocasiones pretenden ser los restauradores de las circunstancias que permitirán volver a respetarlos o bien de otras que los realicen más plenamente. Ni siquiera en este aspecto puede decirse que rechacen los valores dominantes. Aunque destruyen las repúblicas suelen hacerlo en nombre de su fortalecimiento o restauración.

La selectividad victimizante —que responde a la aceptación de pautas dominantes— se manifiesta más claramente en los criminales de Estado, pues nunca su ataque se dirige contra los de su propio grupo, salvo cuando los consideran traidores o se plantean pugnas de poder hegemónico o purgas como las nazistas o stalinistas de los años treinta.

Esta selectividad del criminal de Estado es mayor o menor según la naturaleza del conflicto en que se produce el hecho. Si se trata de un contexto de guerra colonial o de violencia interétnica, es obvio que la selectividad recaerá exclusivamente contra los colonizados y nunca contra los del propio grupo colonizador, salvo cuando éstos denuncien o persigan sus crímenes (traidores). Fue el caso de la fijación de la OAS contra Jean-Paul Sartre. En lugar, si el conflicto es interno, los grupos se definen políticamente. El círculo victimizado está mucho más demarcado en los crímenes de Estado que en los que tomaron en cuenta los autores de la teoría.

La hipótesis sostenida por Sykes y Matza, en el sentido de que los infractores no rechazan masivamente los valores dominantes, sino que amplían ilegalmente las causas de justificación y de inculpabilidad o las excusas absolutorias, resulta más claramente verificable porque las técnicas de neutralización son más evidentes en los crímenes de Estado que en los comunes. Si alguien puso en duda, en su momento, la tesis de estos autores respecto de la delincuencia juvenil de los rebeldes sin causa estadounidenses de mediados del siglo pasado, no cabe ninguna duda respecto de los criminales de Estado, pues la verificación es simple, y basta con leer sus discursos y alocuciones públicas.

Además, está neutralización por ampliación de los permisos y disculpas, que en el caso de los infractores juveniles tiene bajos costos para la propia imagen, en el caso de los criminales de Estado obliga a mucho más que a salvarla o no dañarla.

En efecto, la magnitud del crimen de Estado no permite que éste se cometa sólo salvando de mayores daños la propia imagen, sino que requiere mucho más: demanda que ésta se exalte, llevando a los criminales a considerarse héroes o mártires. La integridad psíquica del criminal de Estado requiere semejante exaltación.

Esto hace que el criminal de Estado, mediante la técnica de neutralización, sufra un proceso de extrañamiento o alienación que por lo general es irreversible, pues la propia exaltación impide reconocer a posteriori la naturaleza aberrante de sus crímenes. Es muy difícil el arrepentimiento sincero de tales aberraciones sin caer prácticamente en un desmoronamiento de toda la estructura de personalidad.

Por lo general, si consideramos como criminal de Estado a los responsables que lideran esos crímenes y no a los simples subordinados, lo cierto es que si no exaltaran su personalidad hasta considerarse héroes o mártires por efecto de la técnica de neutralización y, por ende, pudieran reconocer la magnitud de su injusto, sufrirían un verdadero derrumbe de su personalidad. El costo dañoso para su personalidad sería total. Ésta es una característica diferencial muy importante respecto de los infractores descritos por los autores de la teoría.

Sykes y Matza distinguieron cinco tipos mayores de técnicas de neutralización como ampliaciones no reconocidas legalmente de causas de impunidad (justificación, inculpabilidad o no punibilidad):

La negación de la responsabilidad. En principio, en el crimen de Estado suele negarse el hecho mismo, como en los casos de negación turca del genocidio armenio o del holocausto por parte del nazismo, es decir, directamente afirmar que los hechos no ocurrieron o no fueron como se los describe.

No es ésta la negación de responsabilidad como técnica de neutralización, pues ella es la defensa primaria de cualquier delincuente

y, en este sentido no ofrece particularidades, salvo en cuanto a la magnitud de los hechos y a la grosería de la negación. La negación del hecho es una simple táctica defensiva, pero el actor sabe que los hechos existieron. Se trata de una táctica que co- existe muchas veces con la verdadera técnica de neutralización, porque no es incompatible con ella, dado que la negación del hecho se dirige a quienes lo juzgan, en tanto que la negación de la responsabilidad se dirige a la propia conciencia del autor.

La verdadera técnica de neutralización por negación de la responsabilidad tiene lugar cuando los criminales de Estado afirman que sus hechos no fueron intencionales, sino simplemente inevitables. Se apela a esta técnica cuando se afirma que en toda guerra hay muertos, que en todas se hace sufrir a inocentes, que son inevitables los errores, que los excesos no pueden controlarse, etcétera. La negación de la responsabilidad apelando a descargarla en otros y mostrándose como puro producto del medio o de las circunstancias es mucho más rara en el crimen de Estado.

A diferencia del infractor juvenil, que puede atribuir su conducta a condicionamientos de familia, del barrio, de la pobreza, etcétera, el criminal de Estado, que pertenece a la cúpula del poder, rara vez puede explotar este desplazamiento de responsabilidad, aunque puede hacerlo el personal subalterno, como fue el caso de los médicos nazistas que cooperaron en la eliminación de enfermos psiquiátricos18 o del personal militar de la frontera de República Democrática Alemana, alegando el condicionamiento de su formación en regímenes autoritarios. De cualquier modo, es frecuente la negación de la responsabilidad atribuyéndola a las circunstancias extraordinarias en que deben actuar y que fueron provocadas por otros.

La negación de la lesión. En sí misma es directamente inviable en los crímenes de Estado, dada la magnitud masiva del daño. La única forma de apelar a esta neutralización es admitiendo la lesión, minimizándola en lo posible y esgrimiendo una pretendida legítima defensa con la intención de negar la condenación moral del crimen. Siempre esta técnica de neutralización se combina con la precedente y con la siguiente: se reduce la responsabilidad, se niega a la víctima y, con ello, también se reduce o niega la lesión.

La negación de la víctima. Es la técnica de neutralización más usual en los crímenes de Estado. Las víctimas eran terroristas, traidores a la nación, fueron los verdaderos agresores, el crimen de Estado no fue tal sino la legítima defensa necesaria, etcétera. No deja de ser frecuente que el hostigamiento hacia un grupo produzca una reacción agresiva que sea la base de la ulterior negación de la víctima. Hace muchos años que se puso de manifiesto que muchas de las conductas agresivas de los miembros de un grupo estigmatizado son resultado de los comportamientos estigmatizantes del otro grupo, especialmente si es mayoritario y discriminador. La justificación de la tortura, basada en la imposibilidad de contener las agresiones de las víctimas, es una clásica técnica de neutralización por vía de la negación de la víctima. Además, las víctimas de crimen de estado siempre son mostradas por sus victimarios como inferiores, sea biológica, cultural o moralmente, según la naturaleza del conflicto en que se comete el crimen.

La condenación de los condenadores. Es una técnica de neutralización bastante frecuente en los crímenes de Estado, especialmente cuando se dirigen contra pacifistas, disidentes o adversarios políticos. Ex post suelen emplearse en los llamados procesos de ruptura, en que el criminal desautoriza moralmente a sus juzgadores, y también cuando reconoce la competencia de éstos —no rompe con el tribunal—, pero desautoriza moralmente a quienes lo redujeron a la condición de procesado.

En el primer caso, el procesado se niega a declarar ante el tribunal, y si lo hace es usando el proceso como tribuna política. En el segundo caso, se somete al tribunal, pero en su discurso acusa a quienes traicionaron su confianza o la de la nación, a quienes son hipócritas porque todos hicieron lo mismo, o porque los impulsaron y los aplaudieron en su momento, o les rindieron pleitesía, etcétera.

La apelación a lealtades más altas. Es la neutralización por excelencia en los crímenes de Estado. La invocación de pretendidos deberes de conciencia o lealtades a ídolos o mitos es la característica más común de las técnicas de neutralización en estos crímenes.No hay crimen de Estado en que no opere una técnica de neutralización de carácter mítico, aunque no se invoquen falsamente religiones. Todos los valores superiores que se invocan son míticos; algunos lo son por sí mismos (la raza superior o la utopía futura), otros son perversiones aberrantes de valores positivos (nación, cultura, democracia, republicanismo, religión, derechos humanos, etcé- tera). A la categoría de perversiones de valores positivos pertenece la técnica de neutralización más común en el último tiempo: la seguridad.

Sykes y Matza verificaron estas técnicas de neutralización en los infractores juveniles, pero son más fácilmente verificables con las particularidades anotadas en los criminales de Estado.

Pero la criminalidad de Estado presenta una característica diferencial que la criminología no puede pasar por alto, en tanto que los infractores juveniles elaboran sus técnicas de neutralización recibiendo elementos en forma predominante por tradición oral o creándolos en el ingroup, la neutralización de valores en la criminalidad de Estado es mucho más sofisticada, alcanzando niveles de teorización importantes.

Aunque nunca son racionales desde un punto de vista filosófico, y muchas veces su irracionalidad es manifiesta, como en el caso de la raza aria superior, en cualquier caso se trata de una elaboración que no hace el propio criminal, sino que suele configurar una ideología criminal, en el sentido de un sistema de ideas bastante elaborado.

Pocas dudas caben acerca de que el libro en que por vez primera se expuso un sistema integrado de criminología etiológica; derecho penal y procesal penal, y criminalística, como un todo orgánico, fue una enorme técnica de neutralización usada profusamente en la Europa medieval y moderna para sacrificar a miles de mujeres y reafirmar el patriarcado. Menor elaboración teórica tuvieron las neutralizaciones que legitimaban la esclavitud, pero igualmente no eran producto de los importadores de esclavos ni de sus propietarios.

Promediando el siglo pasado, una terrible técnica de neutralización cundió entre los estamentos militares a partir de una elaboración francesa de los mandos durante las guerras de Indochina y Argelia, que llegó directamente a América, y que también fue expandida por la administración estadounidense, conocida como doctrina de la seguridad nacional. Esa técnica de neutralización operó eficazmente en las dictaduras latinoamericanas que cometieron los peores genocidios del siglo.

Cabe preguntar si los escritos de Rosenberg, en tiempos del nazismo o de Charles Maurras en los del proceso Dreyfus, pueden ser considerados de modo diferente desde esta perspectiva. En algún sentido, escritos muy determinantes de politólogos como Carl Schmitt asumen el mismo carácter. Pocas dudas pueden caber hoy releyendo la Criminología de Garofalo, la que no pasa de ser un manual sintético de técnicas de neutralización para crímenes de Estado, de que la construcción del concepto de vidas sin valor vital de Karl Binding fue un elemento de neutralización en el exterminio de enfermos terminales y mentales del nazismo, de que la afirmación del catedrático de Milán en el sentido de que la esterilización y las teorías racistas del derecho nazista, eran las creaciones más revolucionarias del derecho penal de todos los tiempos, era la glorificación de los mayores crímenes de Estado de su tiempo, o de que la elaboración del concepto de extraños a la comunidad del catedrático de Munich era una técnica de neutralización de las masacres de los campos de concentración.

Todo esto demuestra que las técnicas de neutralización de los crímenes de Estado tienen mucho más nivel de elaboración que las empíricas y contradictorias de los infractores juveniles que estudiaban Sykes y Matza a mediados del siglo.

No son improvisadas ni elaboradas por los propios protagonistas, sino por teóricos especializados en el trabajo de fabricación de esas técnicas, con frecuencia dotados de un arsenal académico importante y en ocasiones impresionante.

Mientras Sykes y Matza publicaban su trabajo sobre la base de observaciones a infractores juveniles en tiempos de los rebeldes sin causa, los mandos militares franceses enviaban comisiones a América, que llevaban a neutralizar en los oficiales superiores de las fuerzas armadas todos sus valores positivos, en forma que los convertiría en pocos años en reales genocidas.

No puede desdeñarse esta característica, y mucho menos el problema que ella genera en la criminología.

Lo señalado plantea dos cuestiones. En principio, pone de manifiesto que al encarar el crimen de Estado, la criminología no puede ser ideológicamente neutral, ni mucho menos. En segundo término, hace objeto de estudio de la criminología a las ideologías y al comportamiento de los ideólogos.

En cuanto a la pretendida neutralidad, ésta se hace añicos con la verificación de que muchas elaboraciones teóricas y académicas, abundantes discursos políticos y jurídicos (y también criminológicos) pasan a ser técnicas de neutralización y, por ende, un objeto de estudio frente al que la criminología no puede proclamar neutralidad alguna.

Si a ningún criminólogo se le ocurriría declararse neutral frente a la elaboración de un infractor juvenil que argumenta apelando a la negación de la víctima porque es un negro, tampoco hay razón alguna para hacerlo frente a la elaboración de un académico que sostenga lo mismo. Tal negación de la víctima de carácter racista, homofóbico, sexista, etcétera, puede ser la del infractor juvenil como la del académico. El mayor nivel de elaboración no le resta ningún carácter esencial a la última, sino que, por el contrario, le agrega mayor eficacia.

Un homicida juvenil que niega a su víctima en razón de que pertenece a una raza inferior, sólo se distingue de un académico que sostiene la inferioridad de esa raza en sus trabajos en que este último no mata personalmente, pero su discurso es un claro aporte a la neutralización de los valores de quienes lo hacen o al reforzamiento de la neutralización intuitiva con pretendidos recursos científicos.

El comportamiento de estos refinadores de técnicas de neutralización no puede ser indiferente a la criminología. Desde un punto de vista jurídico-penal, es posible que no puedan ser considerados instigadores y, además, en muchos casos no podrían serlo en modo alguno porque con frecuencia operan sin dolo, pero esto no es obstáculo a la necesidad de investigarlos criminológicamente, desde que son claramente determinantes de conductas de criminalidad masiva.

Por ende, la criminología debe abarcar, en su horizonte de proyección, discursos ideológicos (filosóficos, jurídicos, políticos, tácticos, etcétera).

Ésta es, sin duda, la tarea que atormenta a quienes se asoman al tema, porque con ello parece perderse el límite epistemológico de la criminología y se teme su disolución en el terreno pantanoso de las ideologías.

No hay duda que el siglo XX nos dejó un instrumento que no puede ser omitido en cuanto a su vital carácter orientador en la cuestión valorativa, que son los documentos internacionales de derechos humanos. No obstante, creemos que ni siquiera es menester llegar a eso en todos los casos, pues basta con orientarse hacia la prevención de los crímenes de Estado.

En este sentido, el planteamiento es mucho más simple de lo que parece a primera vista. Si lo que se pretende es contribuir a evitar estos crímenes, es obvio que la criminología debe ocuparse de los discursos que los fomentan mediante el refinamiento de técnicas de neutralización y, por ende, debe ser objeto de estudio de la criminología el comportamiento de los teorizadores que fabrican esos discursos, y de quienes los difunden por los medios masivos.

No obstante, no puede negarse que se abre un panorama de investigación completamente nuevo y muy amplio, pero constituye el desafío de la criminología ante la amenaza de que una necesidad preventiva se convierta nuevamente en el pretexto para una técnica de neutralización que lleve a nuevos crímenes de Estado.


Además, no sólo los discursos políticos se vuelven objeto de la criminología por esta vía, sino que el derecho penal y la criminología misma pueden adquirir ese carácter. La conducta de los penalistas y criminólogos y sus elaboraciones deben ser objeto del propio estudio criminológico, en la medida en que sean susceptibles de convertirse —o directamente constituyan— técnicas de neutralización para criminales de Estado.

En síntesis, el horizonte de proyección de la criminología debe abarcar el estudio de los discursos políticos, filosóficos, antropológicos, etcétera, desde la perspectiva de su eventual contribución a las técnicas de neutralización de valores para los criminales de Estado. También —en especial— debe ocuparse del comportamiento de los penalistas y de sus discursos, tanto por lo que legitiman como por lo que omiten frente a los crímenes de Estado. En este sentido puede afirmarse que la criminología mantiene su distancia del derecho penal, pero lejos de que éste le marque sus límites epistemológicos, como lo pretendía el neokantismo, se trata de que ésta vigile con suma atención los que aquél pretende marcarle.

Lo anterior no exime a la criminología del análisis de la función neutralizadora de valores que cumple la comunicación social en los crímenes de Estado, y de la que pueden cumplir las propias teorías criminológicas.


Raúl ZAFFARONI
fuente: http://www.bibliojuridica.org/libros/6/2506/4.pdf

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